¡Cuánto poder evocador y sugestivo tiene una foto de familia! Cada vez que miro esta foto, se agolpan en mi mente muchísimos recuerdos. Cada uno de estos personajes tiene su protagonismo en hechos cuyos relatos llegaron a mí a través de mi madre Anita, de mi tío Segundo o de mis tías Mariquita y Sor Irene.
Las horas de la siesta, sagrada y obligatoria en principio para todos, eran las más propicias para las travesuras. Cuando los mayores quedaban profundamente dormidos, los niños, sustrayéndose al control de los padres, daban rienda suelta a su frondosa imaginación y ejecutaban entonces sus más gloriosas proezas.
Así, por ejemplo, un día en que había llovido por la mañana, decidieron medir su aptitud de alfareros. Con el barro que se había formado detrás del galpón, plasmaron toda suerte de adornos y enseres domésticos. El más ingenioso de los hermanos, que había aprendido en la escuela que para dar forma definitiva y duradera a este tipo de obras artesanales, había que hornearlas, sugirió que se prendiera un fuego con paja de la parva y cocer así aquellos cacharros y estatuillas. Así se hizo pero no a suficiente distancia de la parva, la cual acabó desapareciendo devorada por el fuego.
Otra vez, para combatir el aburrimiento, decidieron treparse a la parte superior de una ramada donde se ponían al reparo del sol zapallos, calabazas y sandías. Tres de ellos quedaron enhorquetados en el entrelazado de ramas y hubo que llamar a papá y a mamá para que vinieran a rescatarlos... y darles, aunque no lo habían pedido, una buena paliza.
Otros días invitaban a dar un paseo más allá de los límites de la chacra. Para eso, ¿qué mejor que recurrir a los servicios de aquella yegüita tan mansita que había comprado papá y que los llevaría a explorar caminos y lugares desconocidos? Anita sabía cómo montarla, Segundo también, Mariquita no se quedaba atrás en el manejo del animal y así hasta el más pequeño. Nadie quería perderse el paseo y tal fue la dificultad para montarla todos juntos y tales fueron los gritos, que despertaron a papá y ahí recibieron todos, ¡ay!, ¡ay! unos buenos coscorrones.
Otra recuerdo que se me viene infaliblemente a la memoria al evocar la casa de mis abuelos es el del día en que yo me convertí en árbol. ¿Herencia de mi madre y mis tíos? Se trataba de un juego inventado por mis primos Isidro y Osvaldo. Mi madre, mi hermana Nelly y yo habíamos ido a visitar a los abuelos, con quienes vivían por entonces tío Miguel, su esposa Eulalia y sus hijos. Para escapar a la disciplina impuesta a los niños mientras los mayores conversaban en la galería, Isidro y Osvaldo me propusieron ir a jugar al espacio que se encontraba entre el lado izquierdo de la casa, la leñera y el gallinero. Había ahí una serie de hoyos cavados desde hacía unos días, donde se iban a plantar, si la memoria no me engaña, unos paraísos. Y el juego comenzó. Los roles se repartieron de la siguiente forma: mis primos eran los arboricultores y yo, el árbol. Sin dudar un segundo, me metí en un hoyo hasta la cintura. Sin perder un minuto, Isidro y Osvaldo fueron echando paladas de tierra alrededor de mi cuerpo. Indiscutibles conocedores de su oficio, buscaron luego un pisón con el que aplastaron bien la tierra. Así fue, claro, como quedé plantado durante dos o tres horas, hasta que los mayores empezaron a preguntarse dónde estábamos. Ni que decir que había que librarme de aquella situación en que me encontraba aprisionado sin lastimarme. Ante las miradas aterrorizadas de mi abuela, mi madre y mi tía (Nosgnor, pòvra masnà*), Miguel, tras desechar la posibilidad de usar una pala, echó agua a mi alrededor y fue sacando la tierra con un cucharón, sí un cucharón de cocina, hasta que logró hacerme salir intacto...y negro de barro.
Recuerdos, bellos recuerdos
* ¡Ay! Dios, ¡pobre criatura!
Las horas de la siesta, sagrada y obligatoria en principio para todos, eran las más propicias para las travesuras. Cuando los mayores quedaban profundamente dormidos, los niños, sustrayéndose al control de los padres, daban rienda suelta a su frondosa imaginación y ejecutaban entonces sus más gloriosas proezas.
Así, por ejemplo, un día en que había llovido por la mañana, decidieron medir su aptitud de alfareros. Con el barro que se había formado detrás del galpón, plasmaron toda suerte de adornos y enseres domésticos. El más ingenioso de los hermanos, que había aprendido en la escuela que para dar forma definitiva y duradera a este tipo de obras artesanales, había que hornearlas, sugirió que se prendiera un fuego con paja de la parva y cocer así aquellos cacharros y estatuillas. Así se hizo pero no a suficiente distancia de la parva, la cual acabó desapareciendo devorada por el fuego.
Otra vez, para combatir el aburrimiento, decidieron treparse a la parte superior de una ramada donde se ponían al reparo del sol zapallos, calabazas y sandías. Tres de ellos quedaron enhorquetados en el entrelazado de ramas y hubo que llamar a papá y a mamá para que vinieran a rescatarlos... y darles, aunque no lo habían pedido, una buena paliza.
Otros días invitaban a dar un paseo más allá de los límites de la chacra. Para eso, ¿qué mejor que recurrir a los servicios de aquella yegüita tan mansita que había comprado papá y que los llevaría a explorar caminos y lugares desconocidos? Anita sabía cómo montarla, Segundo también, Mariquita no se quedaba atrás en el manejo del animal y así hasta el más pequeño. Nadie quería perderse el paseo y tal fue la dificultad para montarla todos juntos y tales fueron los gritos, que despertaron a papá y ahí recibieron todos, ¡ay!, ¡ay! unos buenos coscorrones.
Otra recuerdo que se me viene infaliblemente a la memoria al evocar la casa de mis abuelos es el del día en que yo me convertí en árbol. ¿Herencia de mi madre y mis tíos? Se trataba de un juego inventado por mis primos Isidro y Osvaldo. Mi madre, mi hermana Nelly y yo habíamos ido a visitar a los abuelos, con quienes vivían por entonces tío Miguel, su esposa Eulalia y sus hijos. Para escapar a la disciplina impuesta a los niños mientras los mayores conversaban en la galería, Isidro y Osvaldo me propusieron ir a jugar al espacio que se encontraba entre el lado izquierdo de la casa, la leñera y el gallinero. Había ahí una serie de hoyos cavados desde hacía unos días, donde se iban a plantar, si la memoria no me engaña, unos paraísos. Y el juego comenzó. Los roles se repartieron de la siguiente forma: mis primos eran los arboricultores y yo, el árbol. Sin dudar un segundo, me metí en un hoyo hasta la cintura. Sin perder un minuto, Isidro y Osvaldo fueron echando paladas de tierra alrededor de mi cuerpo. Indiscutibles conocedores de su oficio, buscaron luego un pisón con el que aplastaron bien la tierra. Así fue, claro, como quedé plantado durante dos o tres horas, hasta que los mayores empezaron a preguntarse dónde estábamos. Ni que decir que había que librarme de aquella situación en que me encontraba aprisionado sin lastimarme. Ante las miradas aterrorizadas de mi abuela, mi madre y mi tía (Nosgnor, pòvra masnà*), Miguel, tras desechar la posibilidad de usar una pala, echó agua a mi alrededor y fue sacando la tierra con un cucharón, sí un cucharón de cocina, hasta que logró hacerme salir intacto...y negro de barro.
Recuerdos, bellos recuerdos
* ¡Ay! Dios, ¡pobre criatura!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.